El ser humano desde
que tuvo conciencia de la naturaleza que
le rodeaba, por su magnificencia, concibió que debió ser creada por un ser superior, un ente creador, y que
por la perfecta armonía de la creación, sujeta a su análisis, sintió que tenía
que rendirle, de la forma que fuere, tributo, algún tipo de pleitesía u obediencia. En ese punto el hombre
reconoció que no estaba solo, que existían cosas más allá de su entendimiento,
y todo aquel mundo que se desarrollaba
en ese plano impalpable se lo adosó , hizo responsable o creador, a ese ente que no tenía explicación posible y
a su vez reconocía su existencia, pero
no su explicación lógica, y lo llamo “Dios”.
Ante su complejidad
el concepto etéreo de Dios no fue concebido de antemano, es decir los antiguos
estaban convencidos de que era un ser real y que se encontraba en algún lugar
específico, y al no poder encontrarlo habitando entre ellos aquí en la tierra,
por descarte debía habitar sobre ellos, es decir en el cielo, un lugar por
cierto inaccesible para todos. Pero quienes dedicaban tiempo para “pensar”
esa suerte de cosas superiores que por cierto no eran muchos, más bien pocos,
los otros se dedicaban a otras tareas más bien materiales, como cultivar la
tierra unos, pastoreo de rebaños otros, algunos se dedicaban al cuidado de la
tribu de las asechanzas de enemigos o de animales salvajes, aquellos pocos que
dedicaban sus vidas al resguardo del patrimonio de lo sagrado empezaron a
llamarlos sacerdotes o “Cohen” como se les denominan en el Volumen
de la Ley Sagrada que
etimológicamente hablando significa “mediador
entre el hombre y Dios”, de allí el génesis de la mayoría de las
entidades religiosas conocidas por el hombre hoy día.
¿Pero realmente
necesitamos mediadores para comunicarnos con ese ente creador?, cuando
descubrimos que dentro de nuestro cuerpo
físico, una vez alimentado con ese elixir vital llamado “misterio” entendiéndose esta
última como “conocimiento” una vez que se logra digerir se transforma en aquello
que solemos llamar “sabiduría”, al final de
ese proceso digestivo alcanzamos revelar que nuestro ser interior realmente es
un templo,
etéreo
por cierto, sin dejar de ser tan real y verdadero como nosotros mismos.
El ser humano desde la perspectiva del mundo físico o
material, posee características muy limitadas en comparación con el resto de
los seres vivos, su alcance visual es limitado, su fuerza física no supera la
carga del doble o triple de su peso corporal, su potencia auditiva es una de
las menos desarrolladas en comparación con el resto de los seres del reino
animal, y un largo etc. Pero tiene en su haber un elemento que le ha permitido
dominar al planeta por siglos, y ese elemento es la capacidad de razonar, o lo que comúnmente llamamos
raciocinio, esto ocurre, ya por todos conocido, en nuestro cerebro, no voy a
entrar en detalle cuando se descubrió, puesto que en la antigüedad creían que
todo ello ocurría en otras partes del cuerpo. Pero la capacidad de razonar
debía ejercitarse para lograr activarse, debía tener lugar en nuestra mente una
serie de “análisis” para llevar a ejecución cualquier acción, para poder
lograrlo, por supuesto el hombre de la edad temprana, desconocía el concepto,
solo lo hacían, como aquel que busca saciar su sed con agua, desconoce
totalmente que reacciones físicas y químicas ocurren en su organismo, él solo
sabe que el agua calma su sed.
El discernimiento o
el raciocinio que aplica la especie humana le permite reconocer su propia
existencia, característica propia y exclusiva de nuestro género, además de
separarnos del resto de los seres del reino animal, este discernimiento llamado
también inteligencia, tiene cabida en nuestra mente, gracias a las
características especiales de nuestro cerebro, explicar cómo logró la
naturaleza habilitar al cerebro humano con esas características especiales, se
vuelve un tanto cuesta arriba y asegurar que fue logrado por algún hecho
fortuito o casual, seria aventurero y pecariamos de grotesco, además de especulativo
desde mi punto de vista, aquí lo meramente de interés es que el ser humano
posee, por llamarlo de alguna manera, el don del raciocinio.
Toda acción que tiene
lugar en nuestro cerebro o en nuestra mente, lo llamamos eventualmente,
pensamiento, esa es la forma genérica para denominar toda actividad cerebral
cuyo enfoque sea dirigido indistintamente al tipo analítico o de discernimiento,
recreativo, es decir ocupar el pensar en cosas triviales, evocaciones del
pasado o recordar el pasado, la comunicación que generalmente realizamos con
ese ente creador llamado dios y solemos llamarlo orar u oración también ocurre
cuando activamos ese don. A toda esa actividad le llamamos repito pensamiento,
de manera qué, pudiéramos deducir que, siendo tan importante para el ser humano
esa característica tan definida como el pensamiento, ¿realmente esa no será la
semejanza con Él? Nadie quizás logre respondernos esa pregunta, al
menos en este plano, pero el pensamiento ninguno negará la importancia del
papel que juega en nosotros los seres humanos y que todo ocurrió allí en ese
“lugar” llamado cerebro y es allí donde se activa ese canal de comunicación
llamado pensamiento que nos acerca o nos aleja según nuestro enfoque,
hacia la “oscuridad” cuando dirigimos nuestros esfuerzos hacia lo
negativo, o, por el contrario si nos animamos hacia la “luz” o lo constructivo
podemos estar seguros de que estamos bien conectados con la gracia de nuestro
G.:A.: D.: U.: y tratar en lo posible de
tener pensamientos agradables llenos de optimismo hará que ese vínculo resulte
la mejor opción para llevar una vida mucho más
equilibrada, mucho más sana, pero sobre todo mucho mas espiritual.
Ese canal que nos
vincula a nuestro creador nos ha permitido desde siempre conocer el papel
importante que jugamos dentro de esta pequeña gran capsula llamada Tierra, nos
permitió y aun nos lo permite, “enseñorearnos” con respecto a los
otros seres vivos, puesto que gracias a nuestra inteligencia podemos “calificarnos
de superiores”, empero, tanto como vernos de manera calificada y a raíz
de esa calidad como entes superiores creernos que podemos ser dueños del
planeta sería una forma errada de mirarnos a nosotros mismos, antes de
calificarnos de superiores debemos cualificarnos como entidades
superiores, es decir preguntarnos si poseemos las cualidades necesarias para
ser entidades superiores, y, en la medida en que esa cualidad persista dentro
del marco del reconocimiento de que toda acción producida por los “seres
superiores” en la naturaleza indefectiblemente para bien o para mal repercutirá
en nosotros tarde o temprano. Para finalizar, podemos eventualmente observar al
mundo animal, ellos a pesar de su razón netamente instintiva, no deja de
ofrecer un mundo de aprendizaje que pudiéramos aprovechar, puesto que cohabitan
en perfecta armonía con el ambiente que le rodea y nosotros aun teniendo el don
del pensamiento y del raciocinio, es
decir todo aquello que nos vincula a nuestro ente creador, seguimos con la eterna
tarea de destruir nuestro único hogar, la Tierra.
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